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Boletín Spondylus

“La economía naranja es una fábrica de precariedad y autoexplotación”


Publicado: 16-09-2020

Por: Paola De la Vega

Edición: Sofía Tinajero Romero

 

Las condiciones de vida de trabajadores y trabajadoras de la cultura son el eje central de esta entrevista que realiza Paola De la Vega, coordinadora de la Maestría de Gestión Cultural y Políticas Culturales de la Universidad Andina Simón Bolívar, a Jaron Rowan, coordinador de la Unidad de Investigación y Doctorado de BAU, Centro Universitario de Diseño, de Barcelona.

Jaron Rowan es, además, profesor invitado de la Maestría de Gestión Cultural y Políticas Culturales de la Universidad Andina. Tiene un doctorado en Estudios Culturales por la Goldsmiths de la Universidad de Londres, y ha sido autor de dos libros publicados en la editorial Traficantes de Sueños: Emprendizajes en cultura. Discursos, instituciones y contradicciones de la empresarialidad cultural; y Cultura libre de Estado.

Jaron, bienvenido a esta conversación. Quería comenzar motivando la discusión a partir del título del foro “Economía naranja: ¿oportunidad o precariedad infinita?”, organizado por la Maestría de Gestión Cultural y Políticas Culturales de esta universidad, el pasado 10 de septiembre. Quisiera que justamente respondieras a esa pregunta: ¿oportunidad o precariedad infinita?

Hola Paola. Muchas gracias por la invitación y muchas gracias por el privilegio de poder estar en una conversación tan rica y con tantos matices y tantas miradas diferentes.

La economía naranja, que supongo que ya podemos dar por sentado, es la reinvención de lo que en su momento se llamaban industrias creativas, y antes industrias del copyright, y aún antes industrias culturales, etcétera, etcétera... es una búsqueda por transformar la actividad cultural y artística en un tejido empresarial que la pueda hacer sostenible.

 

En ese sentido, en un principio, deberíamos estar contentas y contentos de que una serie de prácticas que se ven relegadas muchas veces a espacios menos visibles de la política pública, o que no han tenido un acompañamiento, de repente sean objeto de políticas. La preocupación es, por un lado, que muchos de estos marcos y estos programas nacen en un contexto neoliberal de supresión del Estado como garante de acceso a la cultura y crítica constante del papel del Estado. Y por otro lado, responden a una crisis de la figura de sociedad o sociedad civil.

Entonces, parece que la única alternativa que puede haber para que las personas sigan en el ámbito de la cultura y puedan encontrar un modelo de vida sostenible, tiene que pasar por la forma de empresa para transformar su vida y su actividad, es decir, devenir en emprendedores o empresas de sí mismo y concurrir en un libre mercado que sabemos que no es para nada un mercado fácil: no es un mercado que esté libre de inferencias e injerencias de lo público, es un mercado bastante sesgado de intereses y corruptelas, y que hasta ahora lo que ha demostrado es que no genera modelos alternativos, no genera modelos sostenibles de vida para las personas que se dedican a ello; sino que hasta ahora, ha sido una fábrica de autoexplotación.

En ese sentido, lo que parecía que iba a ser una respuesta interesante, una salida viable a un problema político, que es cómo hacemos para garantizar que el acceso a la cultura -que está marcado por la Unesco y que está en muchas constituciones- se pueda satisfacer. Cómo podemos conseguir que los derechos de producción, es decir, que la gente pueda vivir de lo que hace, y al mismo tiempo, cómo hacemos que las vidas de las personas que se dedican a la cultura puedan ser sostenibles.

Lamentablemente, este modelo -si lo podemos llamar modelo- o esta solución, si bien es atractiva y sobre el discurso funciona, cada vez que la hemos estudiado y analizado un poco a detalle, nos damos cuenta de que genera mucha desigualdad y precariedad laboral, y como política pública, condena a las personas. Creo que no es muy buena idea.

En el foro, hablamos de indicadores. Porque, precisamente, los indicadores que manejan organismos internacionales, los propios Estados, sobre el impacto de la cultura en el PIB, o sobre el crecimiento económico al que aporta la cultura, parecen respaldar este modelo. Son indicadores -decíamos ayer- cuantitativos. Sin embargo, cuando los comparamos con los cualitativos, la diferencia a partir de un análisis es abismal entre el impacto cuantitativo en el uno y el impacto sobre la vida y la dignidad de la vida de los trabajadores en el otro. Ayer decía uno de nuestros estudiantes del programa que participó en el foro: “los artistas, los gestores, tenemos un alto capital simbólico, pero somos un ejército de pobres”.

Sí, sin duda, es sorprendente y llamativa la discrepancia que hay entre los datos cuantitativos y cualitativos. Seguramente, uno u otro no lo está haciendo bien, porque siempre discrepan. Entonces, lo que sabemos es que las tasas de empleo cultural deberían de ser elevadas; la contribución al PIB, para que siga creciendo. Pero la vida de las personas que se dedican a la producción cultural, por lo general, y todos los indicadores que tenemos no muestran lo mismo: son vidas precarias, marcadas por la flexibilidad, por la incertidumbre, y con unas vidas en riesgo siempre, al estar trabajando o no trabajando. Y estas son personas, seguramente, de una clase social media y elevada, con estudios universitarios que pueden y tienen un cojín que les permite sobrevivir en muchas de estas etapas en las que no hay facturación, es decir, poder asumirlo gracias a rentas familiares. Si empezamos a medir con indicadores a personas de clases medias o altas, a personas racializadas, nuestros indicadores son terribles; por eso no se habla de ello. Este es un primer elemento que habría que tomar en cuenta. Y el segundo, que creo que salió ayer de la conversación: ¿cómo valoramos la cultura? Es decir, con qué indicadores extraemos el valor que aporta la cultura. Tenemos que tener mucho cuidado de analizar el impacto de la cultura solo por el valor económico que pueda producir. Esto tiene muchas limitaciones, sobre todo porque la cultura, la producción cultural puede tener otro tipo de valor: valores de producción de imaginarios compartidos, valores estéticos, valores sociales, valores históricos, de comunidad. Entonces, relegar todo al valor precio es una forma de mutilar lo que esperamos que haga la cultura. 

Por último, seguramente la cultura genera valor económico, pero no para la propia cultura; es decir, las ganancias de la cultura suelen irse al sector inmobiliario, sobre todo se recogen por el turismo, sector servicios, pero no vuelven después a la cultura. Es decir, si bien es verdad que se puede generar un valor en los ámbitos urbanos, sobre todo, este valor acaba distribuido o en sectores que no tienen nada que ver con lo cultural.

Y además hay un factor adicional: el riesgo que tiene que asumir bajo este modelo el individuo solo, separado de lo colectivo. Recientemente, estuve leyendo el libro Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? de Mark Fisher. Me gusta mucho cuando habla de este individualismo, incluso desde la privatización del estrés, de cómo este capital que enferma al trabajador, luego apoya a las farmacéuticas que venden medicamentos para paliarlo. Eres tú como individuo separado de un colectivo. Entonces, aquí también hay un problema de cómo se concibe hoy el trabajo autónomo: el riesgo es individual separado de una colectividad. Y eso también es parte del modelo que sustenta el paradigma de la economía creativa. 

Efectivamente, una de las premisas del neoliberalismo es que no existe sociedad sino sólo individuos que deben competir entre ellos para maximizar sus beneficios en un mercado libre. Eso hace que todo el mundo acabe pensando y operando  de una forma individual, egoísta y semibélica, entendiendo que cualquier otra persona que esté cerca puede acabar quitándole su parte del pastel. Esa lógica del liberalismo extremo hace que asumamos que todos los problemas son de corte individual. Es decir, que el malestar que estamos padeciendo todos es un malestar propio por no saber hacer las cosas bien, por no haber ido al máster en gestión cultural apropiado donde nos iban a enseñar las herramientas, o por no haber reciclado nuestros saberes en algún curso con palabras nuevas de management o un software que es el que teníamos que usar para hacer que nuestra vida económica y laboral fuera un poco mejor.

De esta forma, las industrias creativas lo que están haciendo es quitar responsabilidad a la administración pública, porque en vez de dar una solución o proponer alternativas o invitar a asociaciones a imaginar otras formas de vida, lo que está haciendo es individualizar, quitarse el problema de encima y responsabilizar a la sociedad civil de su propio malestar. Si el malestar se vive como algo personal, como algo individual, no hay forma de combatirlo, porque precisamente los malestares son colectivos.

Si a esto le añades toda la tradición artística que viene de la bohemia, que viene de las vanguardias, del artista creativo, genio, que no conoce otro fin que sus propios deseos y necesidad de creación -que está muy presente aún en ciertos sectores culturales- vemos que hay una incapacidad de asumir lo colectivo como principio de organización para enfrentarnos a los problemas a los que nos enfrentamos. Es decir, problemas económicos, sociales o incluso de salud. 

Si algo nos ha dejado ver esta pandemia es una crisis de este modelo. Paradójicamente, en Ecuador, el Estado trata de implementar ahora un plan denominado “Ecuador creativo”, que impulsa justamente el emprendimiento cultural y la economía creativa. Desde diversos sectores sociales, se está pensando más bien en otras propuestas: por ejemplo, coaliciones, porque considerar al trabajador cultural como una especificidad fuera del sistema es un absurdo; el trabajador cultural y otros trabajadores y trabajadoras compartimos condiciones de precariedad e informalidad. De ahí que sean necesarias coaliciones para disputar derechos que son colectivos y que no pertenecen únicamente a aquello que llamamos sector cultural. Por otro lado, hay agentes que ya están hablando de una renta básica. ¿Cómo ves esto? 

Es curioso, porque una de las agencias del Reino Unido pioneras en promover lo que antes se llamaban industrias culturales - la agencia Nesta-, cuando en el Reino Unido empezaron a ver que todos los indicadores económicos no estaban siendo alcanzados, y que todos los objetivos de las industrias culturales no llegaban, el gobierno decidió empezar a cambiar de rumbo y se enfocó en esta forma de innovación social: promover que desde la sociedad civil se encuentren las respuestas a los fallos de Estado o a los fallos de mercado. Es decir, aquellos nichos donde el mercado considera que son demasiado pequeños para intervenir, o aquellos agujeros donde el Estado los haya retirado por la presión del mercado, que los cubrirá la sociedad civil. A eso se le dio el nombre de innovación social. Nos vemos con soluciones de una especie de cooperación individualizada de pequeñas ONG, empresas culturales que tienen que resolver problemas. Pero más allá de eso no se están articulando frentes o formas de pensar de una manera más amplia: cuáles son los problemas y cuáles son los malestares que nos afectan. 

Efectivamente, se está trabajando en algunos grupos la propuesta de una renta básica; sería una solución pública de un sueldo, garantizado por el trabajo artístico cultural, en el que siempre hay una parte de regalo a los demás; siempre hay una parte de lo que hacemos, o lo que hacen los artistas, que es la generosidad de compartir. Entonces, se trata de que eso pudiera estar de alguna forma amortiguado ya directamente por el Estado.

Se están trabajando sindicatos sociales, donde de repente desde ópticas feministas, desde formas de sindicación más horizontalizadas se empieza a velar por los intereses no tan solo de los trabajadores culturales, sino de trabajos adyacentes, sectores como por ejemplo, técnicos del teatro, que siempre se habían quedado fuera. Personas con trabajos subsidiarios, pero que están muy cerca del ámbito de la cultura. ¿Cómo horizontalizar eso para entender que el que crea contenidos o el que crea los resultados finales no es un sujeto alejado de toda la trama laboral en la que se inserta su práctica? El gran problema de estos tipos de soluciones o incluso de formas más cooperativas de entender la producción cultural es que pese a todo, el sector cultural está marcado por el capital simbólico. Es decir, por una gran visibilidad y una búsqueda siempre de representatividades. ¿Quién es el portavoz? ¿Quién es el artista? ¿Quién es la primera figura del teatro? ¿Quién es el solista?  Y eso hace que, en general, cuando hay formas de organización se tensen mucho, porque es muy difícil encontrar mecanismos para que estas personas no acaben capitalizando incluso el conflicto, y hagan una medalla. En ese sentido, faltan mecanismos para entender cómo gestionar estos conflictos internos y cómo conseguir que no se capitalice sobre el malestar de los demás.

Incluso, pasa con la propia palabra precariedad. Paulatinamente vamos generando portavoces de la precariedad que acaban desprecarizándose, porque hablan de la precaridad de los demás. En ese sentido, ¿cómo recuperamos y cómo hacemos que este ámbito con tanto capital simbólico no nos destruya la capacidad de asumir ciertos compromisos que nos permitan cooperar para cambiar las condiciones?

Muchas gracias, Jaron. Te agradecemos de parte de la Universidad Andina Simón Bolívar y la Maestría de Gestión Cultural y Políticas Culturales, y nos vemos en la segunda cohorte que convocaremos en octubre de 2020.

Muchas gracias, Paola. Ha sido un placer.